La Navidad y, por extensión, el invierno, es una época delicada ecológicamente hablando. En estas fechas, por razones obvias, el consumo se multiplica y produce un aumento considerable de desechos de todo tipo, tanto orgánicos como inorgánicos.
Reaprovechar las cajas y el papel de envolver, utilizar musgo comercializado con autorización, reciclar la basura por su naturaleza o procurar regalar productos “sostenibles” son iniciativas que todos deberíamos tener habitualmente, sin aplicar a fechas concretas ni necesitar que nos lo recuerden.
Sin embargo hay dos elementos que ocupan, de un tiempo a esta parte, los temas medioambientales. El más antiguo es el del árbol de Navidad. Hace años se hizo campaña para incentivar el uso de abetos artificiales porque así se evitaba la tala y, además, se podían guardar hasta el año siguiente.
Pero últimamente se está imponiendo la idea contraria, mejor utilizar árboles auténticos, ya que los otros generan gases de efecto invernadero durante su fabricación y tranporte. Los naturales, en cambio, ayudan a regular el dióxido de carbono durante su crecimiento y al terminar se pueden plantar en el jardín o ser recogidos por los servicios municipales para trasplantar o triturar y fabricar abono. Todo esto, claro, dando por sentado que se recurra a viveros, no a talarlos en el bosque.
El otro elemento es la sal que se usa para derretir la nieve al disminuir el punto de congelación del agua. Cada año se emplean cientos de toneladas en carreteras, aceras, escaleras, calles y accesos. Sin embargo en el norte de Europa, EEUU o Canadá, ha dejado de utilizarse o está muy restringida, con multas incluso. Ello se debe a los efectos negativos que produce en el suelo y el agua, desecando los primeros y disparando la salinización y acidez de la segunda, lo que repercute en las plantas, que no absorben el líquido que necesitan.
Las alternativas pasan por disolver la sal en agua con cloruro potásico o con acetato de calcio o de potasio, que son inocuos. El problema estriba en su alto coste, veinte veces superior.
Pero últimamente se está imponiendo la idea contraria, mejor utilizar árboles auténticos, ya que los otros generan gases de efecto invernadero durante su fabricación y tranporte. Los naturales, en cambio, ayudan a regular el dióxido de carbono durante su crecimiento y al terminar se pueden plantar en el jardín o ser recogidos por los servicios municipales para trasplantar o triturar y fabricar abono. Todo esto, claro, dando por sentado que se recurra a viveros, no a talarlos en el bosque.
El otro elemento es la sal que se usa para derretir la nieve al disminuir el punto de congelación del agua. Cada año se emplean cientos de toneladas en carreteras, aceras, escaleras, calles y accesos. Sin embargo en el norte de Europa, EEUU o Canadá, ha dejado de utilizarse o está muy restringida, con multas incluso. Ello se debe a los efectos negativos que produce en el suelo y el agua, desecando los primeros y disparando la salinización y acidez de la segunda, lo que repercute en las plantas, que no absorben el líquido que necesitan.
Las alternativas pasan por disolver la sal en agua con cloruro potásico o con acetato de calcio o de potasio, que son inocuos. El problema estriba en su alto coste, veinte veces superior.